La tía Tula
He recuperado en estos días, emitida hace poco por la televisión pública, la gran película de Mario Picazo, La tía Tula, y he vuelto a leer, al calor de su ficción, la novela homónima de Miguel de Unamuno.
Pese al tópico de que es mejor el libro que la película, no siempre es así. Las grandes películas lo son porque sustentan una gran historia, y por lo general antes de convertirse en guion de cine fueron una novela. Breakfast at Tiffany’s, que en España fue exhibida como Desayuno con diamantes, es una adaptación de un relato nada más y nada menos que de Truman Capote, pero este jamás pudo describir a un personaje con la profundidad del de Audrey Hepburn en la película. Isak Dinesen no pudo soñar que sus recuerdos, que constituyen una magnífica narración, iban a ser seleccionados y ordenados para, bajo la batuta de Sydney Pollack, mejor lucimiento de Robert Redford y Meryl Streep, que harían de ellos un film extraordinario, Memorias de África. Novelas flojas como El resplandor, de Stanley Kubrick, o Los puentes de Madison, de Robert James Waller, pese a que han vendido decenas de millones de ejemplares en todo el mundo, nunca consiguieron el reconocimiento de las películas de Stanley Kubrick y Clint Eastwood, respectivamente. Blade Runner, novela de Phillip K. Dick dirigida por Ridley Scott, o El cartero siempre llama dos veces, novela de James M. Cain trasladada a la gran pantalla por Bob Rafelson, son algunos ejemplos más.
He recuperado en estos días, emitida hace poco por la televisión pública, la gran película de Mario Picazo, La tía Tula, y he vuelto a leer, al calor de su ficción, la novela homónima de Miguel de Unamuno. Nada que ver. Me perdonarán los puristas, pero Unamuno carece de dotes de novelista, incapaz de articular una trama más allá de las reflexiones filosóficas y vitales de sus personajes, que resultan de cartón piedra. Picazo, sin embargo, corta las ramas de la novela original, la adapta a los tiempos (de comienzos del siglo XX a los años 60) y resalta su carga dramática, con menos muerte y más vida, con más tensión entre los personajes, con más realismo que en el libro. Particularmente agradable es reconocer una Guadalajara que ya no existe, la de los paseos del brazo, la merienda en Campoamor, los viejos retratos contemplando el tedio familiar, las misas con velo en Santa María, el control social que la moral nacionalcatólica ejercía en cada cual -sin necesidad de ser impuesta-, el veraneo en Brihuega, la visita a los jardines de la fábrica de Paños, el baño en el Tajuña… Lástima que la censura franquista le recortara varios minutos que, además, fueron destruidos. Queda, al verla, el testimonio de lo que fue aquel tiempo, el recuerdo de la ciudad perdida, el regusto de la obra de arte. Si no la vieron, no se la pierdan. En caso contrario, disfruten de nuevo de ella.